Seúl tiene una dualidad de la que pocas ciudades se pueden jactar: el equilibrio casi perfecto del pasado y el futuro. Sí, suena muy cliché, pero es que es la pura y santa verdad.
Ves un templo del 1.200 y al lado un edificio de arquitectura vanguardista; niñas vestidas con trajes típicos caminando bajo inmensos carteles de imaginería K-Pop.
Por eso creo que no sorprende ver el Dongdaemun Design Plaza de la inolvidable Zaha Hadid. No sorprende ver un “platillo volador” en medio de una zona comercial. Al contrario, se siente normal, porque el edificio te invita a que lo conozcas y una vez ahí todo es natural. Es un edificio que se deja recorrer muy bien, no identificas una fachada, sino que cualquier esquina puede serlo. El volumen puede ser una célula, un haba, una masa de pan o las curvas de un cuerpo humano.
Da mucho gusto recorrer edificios así, las posibilidades de fotos son infinitas y una hora se te hace muy poco para entender todo lo que pasa a través de él. Quiero volver.