Seguramente ya todos saben que Chile es un país con fuerte tradición vitivinícola. En todo lo largo y estrecho del país han surgido, por obra y gracia de la propia naturaleza, valles en los que la uva crece jugosa y aromática.
Son tan buenas las condiciones en estos valles, que incluso en alguno de ellos se consiguió mantener viva la cepa Carmenere, originaria de Burdeos (Francia) y que se creyó extinguida durante muchos años tras una plaga en 1867.
Hace no mucho tiempo mi amigo Patricio me pidió que le acompañara a visitar el viñedo de su familia. Había ideado una forma de unir la tradición con la innovación y esto, que parece un cliché ya muy desgastado, se había materializado en un pisco gourmet de tirada limitada.
Para cualquier chileno o peruano las palabras “pisco” y “gourmet” seguramente no encajen bien la misma frase. Y a los demás puede que ni siquiera la primera de esas palabras les suene. Y es que el pisco es un aguardiente de alta graduación que consumimos mucho por aquellas tierras, pero que no tiene tanta salida en otros lugares, más allá del archiconocido pisco sour.
Me picó la curiosidad. Quería saber cómo se producía un pisco gourmet, pero sobre todo, para qué mentir, quería probarlo.
Así que allí nos fuimos. 5 horas de coche rumbo al norte, desde Santiago hasta Rapel, en la región de Coquimbo.
Al llegar me encontré un valle recogido. Chiquitito y acogedor. Con una luz dorada maravillosa que bañaba también un pueblito de pocos habitantes. Las viñas lucían radiantes, en su auge. Verdes, frondosas y rezumando uvas bien redondas y apretadas, de un intenso color rosado y de un impresionante tamaño. Luego supe que eran moscatel rosadas y que más allá también había plantaciones de moscatel de Alejandría, las dos cepas de aquel pisco que estaba deseando probar.
Me llevaron a la destilería, propiedad de Doña Lucía Juliá, nieta de Don Onofre Juliá, oriundo de España, quien ya en el 1900 descubrió el potencial de la zona para crear alcoholes primera categoría. Ahí mismo, en ese entorno evocador, me revelaron el gran secreto, lo que hace que este pisco sea realmente tan especial. Y es algo que suena poco glamuroso, pero que realmente marca la diferencia: el proceso de prensado.
Sí, porque las uvas de las que os hablaba más arriba no se estrujan y aprietan, tan solo se amontonan. El jugo que se obtiene de la presión por gravedad es el que se destila de forma artesanal. Por eso cada botella está numerada. Por eso cada cosecha da una edición limitada.
Y por fin llegó a mis manos. Transparente, limpio y brillante. Aromático y de sabor afrutado e intenso, fue mucho más de lo que esperaba. Mucho más que un pisco. Un trago al nivel de un buen whisky.
Después de la visita y de la cata, no me extrañó que lo llamaran Wilüf, que en la lengua de los mapuches significa “resplandor”.